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“El mundo es extraño” pensaba Jota “las cosas están allí, afuera de nosotros. Están cerca o son inalcanzables, son íntimas o ajenas, y sólo hay que verlas, nombrarlas, conocerlas, y entonces a partir de decir lo que son, podemos conocer el mundo. Quizás todo el conocimiento del mundo, sea una misma acción, la única acción que nos hace ser lo que somos, porque creo que somos lo que conocemos, lo que sabemos. Vamos por este extrañable mundo, siendo las cosas de este mundo, por eso quizás en la esencia de las cosas seamos lo que ellas son para nosotros”. Estas ideas se demoraban en su interior desde que comenzó a suponer que no todos los seres humanos ven la misma realidad. En una película del fin de su infancia, que casi no recordaba, un doctor decía que el ojo humano ve una parte mínima del amplio espectro de colores. Al salir del cine, había llegado a la conclusión de que ningún hombre ve la misma realidad. Pensaba que lo que él veía ahí adelante, era un perro porque así se llamaba para todos los que lo oyeran, y porque esa era la denominación que le habían enseñado, para aplicarla en ese elemento del mundo, en ese lugar del mundo. Pensó que la denominación, el concepto, son una serie de sonidos que se orientan como los colores. Pensó en una realidad de múltiples brazos, y ya no pudo admitir llamarla realidad. Se asustó, pero luego se tranquilizó suponiendo que ninguno de los que salían del cine, había pensado de aquella forma, la ignorancia colectiva le calmó su pequeña mente. Más tarde, una vez un amigo le dijo que el hombre se termina pareciendo a los libros que lee, y también a las mujeres que acaricia. “Entonces nuestro rostro refleja de una forma carnal el mundo que nos rodea, y aún a ese amigo” pensó Jota.
Pasó el tiempo y se fue haciendo estafador profesional. Comenzó a pensar que aunque no todos ven la misma realidad, se igualan en la forma de nombrarla, y que allí en las palabras estaba el secreto de su oficio. Era estafador porque consideraba que cada cosa, cada idea, cada imagen, y cada momento en cada individuo, se diferencian de otras cosas, ideas, momentos e imágenes en tanto se definen, se significan, es decir, se nombran para ser únicas. La estafa era para él nombrar, o mejor ficcionalizar, representar una cosa que quizás no era eso. Pero se imponía a sí mismo, respetar una tranquila asimilación de lo que él representaba, por parte del otro. Quizás consideraba que no engañaba a los demás, y que sólo los guiaba en el camino de definir una situación, para al fin sacarles dinero, un provecho que era en su propio beneficio. Por lo tanto era fundamental que el “guiado-engañado” no quedara disconforme. Y así sucedía en la mayoría de los casos, aunque en la última ocasión, algo había fallado, y por eso hacía unos días que se mantenía oculto en una pieza de pensión ignota. Analizaba su situación, y no encontraba el momento donde había errado. Dudaba entre dos posibilidades, o se había demorado demasiado en la cama de la mujer del banquero “engañado”, o éste había entendido lo que pasaba y había descubierto todo. El asunto era que Jota estaba escondido con el dinero, y con mucho miedo de morir. Sentía flotar por su pieza, miradas que lo buscaban, que lo perseguían. “El temor verdadero es no poder definir, es latir agitadamente con la duda en el entendimiento. Con miedo no se puede pensar porque se hace imposible; solo queda actuar. Delante del terror, el pensamiento y la palabra pierden contra la acción” pensaba. Él al encontrarse delante del miedo, había actuado encerrándose de forma animalesca. Allí adentro de aquella pieza, permanecía horas sentado en la cama, con una mirada de madera sin mirar nada. Se decía en voz baja que “la incertidumbre de no saber nada, ante la posibilidad de la muerte porque se está temiendo una irrupción tremenda, es decir la incertidumbre de una muerte inminente aunque los días pasen sin ninguna novedad, es sufrir la mismísima Angustia. Porque no pasa nada, pero puede pasar, y mientras, por dentro del cuerpo te pasa el miedo, despacito, muy despacito lastimándote rígidamente ”. Desde hacía unos días había decidido no salir hasta no estar totalmente tranquilo; mientras, el miedo total lo guardaba en aquel cajón enorme que era aquella pieza. Había anulado toda relación con los seres humanos, a la dueña de la pensión le había dado suficiente dinero como para que pudiera decir que nadie vivía allí, y para que le preparase la comida y que luego la dejase en el banco al lado de su puerta, del lado de afuera, luego de tres golpes. Había dado un nombre falso. Permanecía quieto, como petrificado, pensando, inmóvil. Permanecía quieto porque no confiaba en el piso de madera, cada vez que se movía crujía de vejez. A veces leía la Biblia que le había regalado su madre cuando era niño y que siempre llevaba con él. Uno de esos días de espera temerosa, los músculos de su cuerpo habían quedado rígidos como tablas, cuando leyó el pasaje en que el justo Job, sufriendo, dice:“Él hace cosas grandes e incomprensibles,Y maravillosas, sin número.He aquí que él pasará delante demí, y yo no lo veré;Pasará, y no lo entenderé” Apretó los ojos y cerró el libro sagrado, y nunca más lo abrió. Pensaba: “Dios puede ser esta sábana o aquel cenicero, y yo no podría saberlo, nunca”. Resopló compungido, caminó hasta la única y pequeña silla del rincón. Su problema era que no entendía que todo en el mundo pudiera ser divino, y le perturbaba pensar que algo con el fuego de Dios estuviera al alcance de él o de cualquier hombre, y fuera incomprensible, y por lo tanto ajeno, inasible. Dios podría estar ante un hombre, participar de su vida y estar fuera de ella, porque el hombre estaría incomunicado de toda su creación para siempre. “Si Dios existe, no se puede comunicar con nosotros, así que es como si no existiera” pensó. “Estoy solo con mi dolor que es único e irrepetible, indescriptible, original” y con una mueca se dijo: “horripilantemente inútil... si alguien me viera, o escribiera sobre mí todo lo que diría sería falso y lejano de mí”. Levantó la vista y el cielo raso permanecía impávido de un color inmóvil. En su cabeza se repetía frases con voz grave: “tu dolor está solo... tenés miedo de la soledad en el sufrimiento, pero eso es ser hombre: estar sólo y temer con el más horrible dolor de la espera...”. Suspiró y miró la silla vieja y desvencijada, que aún resistía ofreciendo su apoyo a la pesadumbre, parecía saber de temblores y de cavilaciones en el temor. Se sentó a su lado en el piso, con las piernas encogidas y la espalda contra la pared. Sintió el revólver que le oprimía el vientre, nunca lo había usado porque creía que no funcionaba, y que sólo podía servir para amenazar a quien no conocía el arma, “igualito que Dios que asusta a los que nunca lo pensamos” pensó sonriendo débilmente. Permanecía quieto, respirando dificultosamente. Bajó las piernas. Le ardía la nuca, le picaba, pero no se rascó. De pronto oyó los golpes en la puerta, era su almuerzo. Decidió no salir. Allí afuera, ese plato vaporoso también podía ser Dios y él ya había decidido no verlo. Toda la habitación podía ser Dios, quizás aquella piezucha era una de las panzas, o la boca, podía ser el buche de un dios. Lo que lo rodeaba, podía tener un carácter que él nunca podría saber ni entender. Permaneció quieto, evitando pensar, no quería sufrir. La señora golpeó otra vez. “Este es el tercer día que este hombre no come, ni sale. No puede ser... yo voy ver que pasa” se dijo, y revolvió en su manojo de llaves. Hizo una mueca de contrariedad, la puerta estaba trabada desde dentro. “¿Le habrá pasado algo?” pensó, y se preocupó. Llamó a su cuñado, que vino refunfuñando por la siesta accidentada, quien luego de golpear y manipular unas herramientas en la puerta, hizo ceder la traba. Entraron. No había nadie. La mujer se extrañó: “y cómo?... si no salió; yo lo tendría que haber visto, y no lo vi salir, así que no salió” concluyó. Su lagañoso cuñado la miró haciendo una mueca como para compartir su desconcierto.
“Y esto?” gritó la señora levantando el revolver. “Mío no es” dijo su cuñado sardónicamente. Ella no lo escuchaba, “y esta silla tampoco es nuestra. ¿Qué pasó acá?” dijo aún más extrañada. Se miraron azorados. La mujer tocaba la silla, revisándola. Su cuñado verificó que el arma no había sido disparada. La dueña de la pensión dijo “esta silla vieja, sí es mía, pero esta otra no. Nunca vi una silla así”. Pensaba, intentaba recordar, si eso que decía era así o no. Hacía mucho tiempo que no entraba allí, pero estaba casi segura de todo lo que decía. Para salir de su estupor, dijo a su cuñado como contenta: “igual me gusta. Fijáte, está nuevita. ¿Está linda, no?”. El cuñado, ya un poco fastidioso de esas cosas que no las podía entender, le respondió moviendo negativamente la cabeza: “para mí no... no es linda”, intentando apurar el fresco reencuentro con sus sábanas. Ninguno de los dos vio que bajo la cama estaba el bolso verde (que contenía el dinero) con el que por última vez se había visto a Jota. Fue la policía quien al registrar la pieza descubrió el bolso.
Pasó el tiempo y se fue haciendo estafador profesional. Comenzó a pensar que aunque no todos ven la misma realidad, se igualan en la forma de nombrarla, y que allí en las palabras estaba el secreto de su oficio. Era estafador porque consideraba que cada cosa, cada idea, cada imagen, y cada momento en cada individuo, se diferencian de otras cosas, ideas, momentos e imágenes en tanto se definen, se significan, es decir, se nombran para ser únicas. La estafa era para él nombrar, o mejor ficcionalizar, representar una cosa que quizás no era eso. Pero se imponía a sí mismo, respetar una tranquila asimilación de lo que él representaba, por parte del otro. Quizás consideraba que no engañaba a los demás, y que sólo los guiaba en el camino de definir una situación, para al fin sacarles dinero, un provecho que era en su propio beneficio. Por lo tanto era fundamental que el “guiado-engañado” no quedara disconforme. Y así sucedía en la mayoría de los casos, aunque en la última ocasión, algo había fallado, y por eso hacía unos días que se mantenía oculto en una pieza de pensión ignota. Analizaba su situación, y no encontraba el momento donde había errado. Dudaba entre dos posibilidades, o se había demorado demasiado en la cama de la mujer del banquero “engañado”, o éste había entendido lo que pasaba y había descubierto todo. El asunto era que Jota estaba escondido con el dinero, y con mucho miedo de morir. Sentía flotar por su pieza, miradas que lo buscaban, que lo perseguían. “El temor verdadero es no poder definir, es latir agitadamente con la duda en el entendimiento. Con miedo no se puede pensar porque se hace imposible; solo queda actuar. Delante del terror, el pensamiento y la palabra pierden contra la acción” pensaba. Él al encontrarse delante del miedo, había actuado encerrándose de forma animalesca. Allí adentro de aquella pieza, permanecía horas sentado en la cama, con una mirada de madera sin mirar nada. Se decía en voz baja que “la incertidumbre de no saber nada, ante la posibilidad de la muerte porque se está temiendo una irrupción tremenda, es decir la incertidumbre de una muerte inminente aunque los días pasen sin ninguna novedad, es sufrir la mismísima Angustia. Porque no pasa nada, pero puede pasar, y mientras, por dentro del cuerpo te pasa el miedo, despacito, muy despacito lastimándote rígidamente ”. Desde hacía unos días había decidido no salir hasta no estar totalmente tranquilo; mientras, el miedo total lo guardaba en aquel cajón enorme que era aquella pieza. Había anulado toda relación con los seres humanos, a la dueña de la pensión le había dado suficiente dinero como para que pudiera decir que nadie vivía allí, y para que le preparase la comida y que luego la dejase en el banco al lado de su puerta, del lado de afuera, luego de tres golpes. Había dado un nombre falso. Permanecía quieto, como petrificado, pensando, inmóvil. Permanecía quieto porque no confiaba en el piso de madera, cada vez que se movía crujía de vejez. A veces leía la Biblia que le había regalado su madre cuando era niño y que siempre llevaba con él. Uno de esos días de espera temerosa, los músculos de su cuerpo habían quedado rígidos como tablas, cuando leyó el pasaje en que el justo Job, sufriendo, dice:“Él hace cosas grandes e incomprensibles,Y maravillosas, sin número.He aquí que él pasará delante demí, y yo no lo veré;Pasará, y no lo entenderé” Apretó los ojos y cerró el libro sagrado, y nunca más lo abrió. Pensaba: “Dios puede ser esta sábana o aquel cenicero, y yo no podría saberlo, nunca”. Resopló compungido, caminó hasta la única y pequeña silla del rincón. Su problema era que no entendía que todo en el mundo pudiera ser divino, y le perturbaba pensar que algo con el fuego de Dios estuviera al alcance de él o de cualquier hombre, y fuera incomprensible, y por lo tanto ajeno, inasible. Dios podría estar ante un hombre, participar de su vida y estar fuera de ella, porque el hombre estaría incomunicado de toda su creación para siempre. “Si Dios existe, no se puede comunicar con nosotros, así que es como si no existiera” pensó. “Estoy solo con mi dolor que es único e irrepetible, indescriptible, original” y con una mueca se dijo: “horripilantemente inútil... si alguien me viera, o escribiera sobre mí todo lo que diría sería falso y lejano de mí”. Levantó la vista y el cielo raso permanecía impávido de un color inmóvil. En su cabeza se repetía frases con voz grave: “tu dolor está solo... tenés miedo de la soledad en el sufrimiento, pero eso es ser hombre: estar sólo y temer con el más horrible dolor de la espera...”. Suspiró y miró la silla vieja y desvencijada, que aún resistía ofreciendo su apoyo a la pesadumbre, parecía saber de temblores y de cavilaciones en el temor. Se sentó a su lado en el piso, con las piernas encogidas y la espalda contra la pared. Sintió el revólver que le oprimía el vientre, nunca lo había usado porque creía que no funcionaba, y que sólo podía servir para amenazar a quien no conocía el arma, “igualito que Dios que asusta a los que nunca lo pensamos” pensó sonriendo débilmente. Permanecía quieto, respirando dificultosamente. Bajó las piernas. Le ardía la nuca, le picaba, pero no se rascó. De pronto oyó los golpes en la puerta, era su almuerzo. Decidió no salir. Allí afuera, ese plato vaporoso también podía ser Dios y él ya había decidido no verlo. Toda la habitación podía ser Dios, quizás aquella piezucha era una de las panzas, o la boca, podía ser el buche de un dios. Lo que lo rodeaba, podía tener un carácter que él nunca podría saber ni entender. Permaneció quieto, evitando pensar, no quería sufrir. La señora golpeó otra vez. “Este es el tercer día que este hombre no come, ni sale. No puede ser... yo voy ver que pasa” se dijo, y revolvió en su manojo de llaves. Hizo una mueca de contrariedad, la puerta estaba trabada desde dentro. “¿Le habrá pasado algo?” pensó, y se preocupó. Llamó a su cuñado, que vino refunfuñando por la siesta accidentada, quien luego de golpear y manipular unas herramientas en la puerta, hizo ceder la traba. Entraron. No había nadie. La mujer se extrañó: “y cómo?... si no salió; yo lo tendría que haber visto, y no lo vi salir, así que no salió” concluyó. Su lagañoso cuñado la miró haciendo una mueca como para compartir su desconcierto.
“Y esto?” gritó la señora levantando el revolver. “Mío no es” dijo su cuñado sardónicamente. Ella no lo escuchaba, “y esta silla tampoco es nuestra. ¿Qué pasó acá?” dijo aún más extrañada. Se miraron azorados. La mujer tocaba la silla, revisándola. Su cuñado verificó que el arma no había sido disparada. La dueña de la pensión dijo “esta silla vieja, sí es mía, pero esta otra no. Nunca vi una silla así”. Pensaba, intentaba recordar, si eso que decía era así o no. Hacía mucho tiempo que no entraba allí, pero estaba casi segura de todo lo que decía. Para salir de su estupor, dijo a su cuñado como contenta: “igual me gusta. Fijáte, está nuevita. ¿Está linda, no?”. El cuñado, ya un poco fastidioso de esas cosas que no las podía entender, le respondió moviendo negativamente la cabeza: “para mí no... no es linda”, intentando apurar el fresco reencuentro con sus sábanas. Ninguno de los dos vio que bajo la cama estaba el bolso verde (que contenía el dinero) con el que por última vez se había visto a Jota. Fue la policía quien al registrar la pieza descubrió el bolso.
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