El monstruo yace y de su herida sale el líquido tan viscoso y negro como vital que se derrama hasta mis pies. Sus quejidos acabaron, ahora parece muerto. El mango de mi espada clavado en la herida brilla vencedora y altiva. Me levanto y caigo blandamente como vencido. Sin saber cómo, nuevamente estoy parado. La bestia está a mi lado, no puedo verlo totalmente, no sé que es... Estoy agotado pero no quiero desvanecerme en la victoria. Intento reposar en una piedra. Quiero pensar y calcular cuánto duró el combate pero me resulta imposible, los brazos me duelen y se caen pesados. Mi cabeza parece retumbar... Todo por esa voz que endulzaba el tiempo... la voz de esa mujer. Es claro que este animal también la había oído, y también la deseaba. No la habíamos visto, solo la oímos. Creí que su voz estaba tras esos árboles, pero ya no está, quizás huyó... La voz de esa mujer aún me lame las ideas. Su voz de sirena fue lo que nos enloqueció, por eso buscamos arruinarnos con espadas y dientes. Nunca la vimos, y ahora ella ha huido. Esto no es una victoria, porque no puedo ir tras ella, el cansancio me adormece. Mi cansancio es casi una herida mortal. El monstruo y yo hemos combatido siglos de oscuridad, y ahora él yace con mi espada enterrada en su lomo que es como un firmamento de cuero sin estrellas... Ya no puedo recordar las palabras que se oyeron en la voz de esa mujer. Su voz como una pequeña campana de cristal en el océano, ¿dijo mi nombre? o ¿repitió una vieja fórmula de destrucción?. El cansancio me va matando lentamente. Voy envejeciendo...
No te leí Laiseca
Yo, el profeta saltarýn venía lubricando las baldosas desde un lejano anaquel, esos que apenas se lisibizan en la convalecencia. Llamémosle Sulimán Supositorio de Azafrán porque ese era, o es, o fue, discusión trizantina que no viene a colación, su nombre. Venía, he dicho, el también llamado triforme de Costantinopla, sopesando causas, sustancias y diferencias del mundo y derredores.
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