martes, febrero 22, 2005

El comedor - Esteban


El lugar era inmundo, flotaba una infección grasienta que chorreaba en las paredes, y se retorcía en las rotas vestiduras de una fila de harapientos, que se apretujaban en una repartija de comida. En sus manos apretaban sucios papeles para pagar aquella bazofia vaporosa. Había algunos que no comían, sólo porque vendían su ración al doble de su precio a los inválidos inútiles que se apilaban en la puerta. Había otros que comían un poco mordisqueando con sus dientes podridos, mientras mezquinaban aquella comida a sus hijos, sólo por guardarse el alimento en una bolsa pegajosa. La olla humeaba y hedía un vapor nauseabundo que iba hasta los pelos duros de aquellos seres abyectos. La fila avanzaba con ruido de trapos. Las caras se contraían en muecas de codicia infantil. Los que especulaban no comían, y sonreían con sus vientres contraídos. Otros empujaban ante cualquier detención, sólo para tomar un plato, y devorar su parte hasta el enchastre. Algunos acaparaban e insultaban al que los miraba torvamente. Otros sólo miraban, sin que nada les importara, estaban en el rincón más mugriento. Allí entre ellos, en el piso sucio, los escalofríos de fiebre me retorcían. Otros gritaban y escupían sus enfermedades, nadie quería escucharlos. Allí había una mezquina fealdad que torturaba el tiempo, hasta que de pronto, la puerta estalló en astillas y algo altísimo entró lentamente. El techo descascarado rozaba la capucha negra que ocultaba su rostro. Su túnica, que era la noche, ocultaba sus brazos y parte de su larga espada de fuego blanco. Se detuvo en medio de la vulgar multitud. Lo miraron nuestras miradas lagañosas con piel de aceite y mocos. Con un movimiento reverencial, el negro Ángel del Exterminio destrozó a aquellos hombres inservibles. Yo no pude salvarme, aunque supe quien era. Luego se fue.

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