lunes, abril 11, 2005

El ladrón - Esteban


Su madre fue una mala mujer y su padre un pescador enfermizo y triste. No pudo conocerlos porque cuando era niño, lo regalaron a un tío de su madre. Sus padres eran demasiado miserables como para alimentarlo o cuidarlo. Con ese pariente vivió bastante bien, hasta que el pobre hombre murió de unas fiebres que asolaron la región. Solo y con hambre comenzó a robar. Era un niño aún, y ya robaba panes de las ventanas o gallinas sueltas que nadie reclamaba, y también monedas a los mendigos. Cuando creció, sólo robó una vez más. La madurez le llegó meditando su último robo. Esperó pacientemente a orillas de un camino, al recaudador de impuestos de un pueblo próximo, hasta que este pasó por allí. La bolsa venía casi llena, el camino iba vacío. Lo enfrentó y le quitó el dinero. En una distracción, el recaudador se arrojó sobre el ladrón que cayó. Éste se retorció y pudo zafarse, con lo que alcanzó una piedra para hacerle estallar la cabeza al recaudador. La sangre que le ensuciaba las manos lo asustó, sólo hasta que en un río cercano pudo limpiarse la sangre y el cadáver. Caminó con la dulce carga hasta el pueblo, al llegar inevitablemente se embriagó, discutió y peleó con alguien. Maltrecho, y tambaleante, regresó para recuperarse al rincón (tras unas ruinas, un trecho largo lo separaba del templo) donde guardaba sus cosas y sus hechos. Al día siguiente, lo despertó confuso una muchedumbre, que se mezclaba con la que buscaba el dinero robado. Estos acertaron cuando sospecharon de él porque era extranjero. Lo ataron. Se dejó llevar, aún dolorido y borracho. El juicio que lo condenó al principio fue lento, luego se aceleró, pues las autoridades habían decidido juntar su ejecución, con otras que se estaban decidiendo en esos momentos. No se supo defender, nunca se había sentido culpable. Tampoco le temía a la muerte, ni al dios que le temía el pueblo. Una vez cuando era niño vio a su tío, viejo y casi muerto, mirar el cielo con sus brazos abiertos. Le dio risa esa imagen patética: un hombre enfermo pidiendo clemencia, temeroso de algo que no se ve, que sólo se imagina. En las fiestas bajaban con su tío a la ciudad sagrada para ir al templo. En aquellos lugares oscuros, el niño pensaba en las pájaros, y en piedras para arrojarle a esos pájaros. Para él, la voz de los doctores de la ley era como un ruido de cadenas y sogas. Luego quedó solo con la muerte de su tío, nunca más pensó en nada (hasta la previsión de su último robo). Fue un niño pordiosero que llegó a comer raíces, sin guardar las épocas de ayuno sagrado. Nunca supo de los ritos que prescribe la ley, no se nutrió de su sabiduría. Sí, tuvo que aprender a dormir sin fuego en los rincones. Una noche, los arañazos y escupitajos de un leproso lo alejaron de unos panes que estaban caídos en el piso del templo. Evitaba la ciudad y vagaba sucio por sus límites. Por allí escuchó el murmullo de unos humildes hombres rotosos, cuando uno comenzó a gritar, los otros lo terminaron echando a patadas, éste gritaba que un dios vendría con un hacha de luz y cortaría los árboles sin fruto, para que ardan en un fuego interminable. El juicio por robar la bolsa con los impuestos parecía suceder lejos de donde estaba él. En la resaca ardiente que sufría, le pareció que el juicio había sucedido antes. Lo azotaron, los centuriones le dieron puñetazos y lo escupieron hasta el cansancio. Le estallaban los oídos, de su piel manaba gruesa sangre sobre la ardiente arena del mediodía. Caminó por amplios corredores oscuros, tambaleándose en su mugre. Lo tiraron ante un hombre cuyo rostro parecía cambiar. Su túnica, que era blanca, se derramaba sobre unas escaleras. Habló, pero el ladrón no lo entendía hasta que escuchó “cruz”, y comprendió que iba a morir. Los soldados lo empujaron, ya desatado, hasta donde estaba un muchacho deforme, que alcanzaba los gruesos leños a los condenados. Caminó por las calles, balanceándose con sus brazos atados al madero inmenso. Los que iban a morir se golpeaban, y caían pelándose las rodillas, muchos iban desnudos y llorando. A la vera alguna gente murmuraba, otros gritaban arrojándose sobre alguno bañándolo en lágrimas; otros los insultaban por lo bajo, y si los centuriones no los observaban, pateaban a los que caían. Salieron de la ciudad. El calor abrasador del altísimo sol abrumaba. Bajaron una pequeña hondonada, y luego subieron hacia el lugar llamado de la Calavera (o Gólgota). El ladrón vio las columnas de las cruces, aquellos palos verdugos, esbeltos como sirvientes de la muerte. Llegó y lo tiraron. Lo desgarraron al clavarlo, luego lo elevaron. La quemazón de la asfixia comenzó a subir y a bajar por su pecho, desgarrándolo. Debajo, muchos reían. Él no podía verlos, cerraba los ojos frunciendo su cara. A su lado uno insultaba dolorido a otro, el infeliz del que todos se reía abajo. El ladrón no oía, no entendía aquellas palabras. El horizonte le dolía al mirarlo, parecía deshacerse, mientras sacudía su cabeza. Miró al hombre insultado para olvidar el agudo dolor que lo mataba, aquél hermoso rostro resoplaba con el cansancio de un noble caballo. Entendió lo que decían riendo abajo: “Si eres el Hijo de Dios... Sálvate”, el de al lado repetía la injuria con una risa burlona. El ladrón, con la mirada empañada, miró al hombre silencioso, y casi exánime le dijo al hereje: “¿No temes ha Dios estando condenado como él, sufriendo lo mismo que él? Con nosotros se hizo justicia, pero éste no hizo ningún mal”. El otro hizo una mueca de fastidio antes de morirse. La gente había callado. El ladrón miró los llorosos ojos de aquél hombre atormentado. Quizás no creía en lo que decía, pero había hablado, porque le pareció cobarde aprovecharse del oprobio de un inocente. Cuando se miraron ninguno de los dos sentía el dolor que se alejaba. El ladrón le murmuró: “Acuérdate esta tarde cuando llegues a tu reino, quizás yo pase por allí”. Un viento de muerte comenzó a soplar. Ya estaban muriéndose. El otro le dijo dulcemente: “Ve mi noble amigo, las puertas de mi casa siempre estarán abiertas por ti. Te estaré esperando”. Todo se borraba mansamente ante la vista del buen ladrón. El rostro de Jesús fue lo último que vio.

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