lunes, diciembre 17, 2007

Los relojeros - por Matías Rafael Esteban


Anochece sobre el centro de Londres (alguien ríe al bajar de un carruaje camino a una fiesta). Mientras, en los barrios bajos continúa la lenta infección oscura que ha durado todo el día. Pausadas sombras caminan sobre las húmedas callejuelas. Son los tristes obreros con sus manos cansadas de telares y de largos cansancios. Una masa casi compacta de hombres que se desliza encajonada entre los altos muros de sus húmedas casas. En el aire hay un agudo olor a comida. Unos vapores que salen de los huecos de las ventanas traen vahos brumosos con lejano sabor a carne dudosa o a sangre coagulada, y cada tanto un lento y pesado tufo de excrementos anuncia las humedades arrojadas desde las alturas. Aquellos hombres caminan lentamente, apenas se rozan con sus murmullos y con sus rotas ropas. No se miran, se evitan como si sus íntimas calamidades fueran contagiosas. A lo lejos tras unas casas bajas, una fogata desdibuja los límites de la realidad. Las puertas se golpean cuando algún hombre cruza los oscuros umbrales hacia las habitaciones tenebrosas. Los pasos sobre la tierra se pierden.
Este es el único momento en que las familias se reúnen alrededor de un humeante o vaporoso plato de comida. El padre llega de los agotadores telares y de sus jornadas que arruinan las gargantas y los ánimos. Los niños vienen de coser larguísimas hilos que consumen sus existencias, sus deditos, sus mocos y sus ojitos lagañosos. Las mujeres se apresuran para preparar aquellas bazofias cremosas de colores insólitos, luego de manipular durante todo el día mil telas inmensas que jamás vestirán su piel. Sobre el barrio, el silencio predomina, y vive sobre las mesas de esas gentes. Entre ellos no hay comentarios, salvo algún hipo del padre que con la vista nublada mira los puntos de la madera de la mesa.
Pero, tras un ventanuco de escasas proporciones, al ras del piso, se oyen unas voces. Los obreros que caminan hacia sus casas saben que allí, otros se están conjurando. Los llaman “los relojeros” o “los locos”. Nadie entiende cómo pueden tener fuerzas para debatir o vituperar contra algo luego de tremendo esfuerzo diario. Se reúnen a la salida de las fábricas para juntar sus iras acumuladas. Todos han visto a uno, que es el que más grita. Se llama John Rockhen y es hijo del tendero, un buen hombre, alemán y grandote. John lleva su gorra sucia tapando sus orejas, encasquetada como si quisiese ocultar su pelo de bastardo rubio. Nítidamente se oye en el aire, la voz cascada de ron y peleas del joven John que dice: “...debemos hacerlo compañeros, y hacerlo hoy, sí, hoy porque nuestros hijos mueren tísicos en sus camitas sucias y nuestras escuálidas mujeres paren fetos muertos, y porque somos este hoy que se nos va sin que sepamos que se fue... compañeros, nuestros puños golpeando las desdichas tampoco nos asegurarán la felicidad o la inmortalidad, pero el valor que desprecia es lo único que nos queda... Hay cosas que los patrones tienen y que nos perjudican, esos objetos nos marcan como los hierros a las reses y nosotros somos sus vacas, compañeros, esas cosas se alimentan con nuestras almas. Compañeros, para ellos, somos la carne barata con que alimentan sus cosas…”. Una pausa, un largo silencio. Alguien tose. Un perro ladra a lo lejos. “Compañeros, ya no tenemos nada, casi, lo único que nos queda es la fuerza, y además, podemos elegir. O sea: o utilizamos esa fuerza rompiendo nuestros propios brazos y los huesitos de nuestros niños, o aplastamos sus hogares y sus planes con la fuerza de nuestro desprecio, con la furia de nuestra lucha... debemos decidirnos a hacer algo...”. Un rugido creciente lo interrumpe, son las voces de los que lo apoyan intentando convencer a los muchos que callan. Amaina el murmullo. Una voz se eleva, alguien dice: “Diles de los relojes...”. John se pone de pie nuevamente y dice: “Eso es sólo una parte, pero no hay que perder nuestro fin... eso no es todo…”. La voz lo interrumpe “por ahí dicen que con los relojes nos controlan, y que con ellos marcan lo que le queda a cada uno de vida para poder exprimirlo hasta el final” dice. John suspira y responde: “Eso es cierto, pero nuestro destino, el de nuestras acciones es el de triunfar para el alma del hombre, por nuestro ser que se agota tras las cosas que nos mandan hacer para ellos... romper sus cosas está bien, pero nuestro destino es ganar el mundo, no ganar el lugar de nuestros patrones... con sus relojes nos dictan los latidos de nuestros corazones, con ellos nos dicen el momento de nuestros sufrimientos, nos dominan algo que nos pertenece por el simple derecho de ser seres humanos, porque el tiempo no es los relojes. Cada reloj marca las conjunciones con las que giran los astros, marcan los días. El sol mueve los días bajo las reglas de su música divina, el reloj es simplemente un esclavo del tiempo que lo trasciende y lo supera... para lo único que sirve es para recordarnos que somos esclavos de esclavos esclavizados a esos artefactos... Compañeros, seamos como el sol que es divino como el tiempo y como el mundo, pero que hace sus propias reglas”. Y nuevamente un ruido de voces gruesas subió. Alguien gritó: ”¡destruyamos los relojes!” . Los gritos se hacen más fuertes y hay ruidos de movimientos. Salen todos, John sale a la cabeza. Parejamente se oye las voces juntas y entusiasmadas. Varias plazas son invadidas por seres desconocidos para aquellos ámbitos, los seres de la pobreza. Caminan decididos, van directamente con palos y machetes a destruir los relojes de la ciudad. Algunos son detenidos por guardias reales, otros apaleados allí mismo, varios mueren en medio de convulsiones. John Rockhen con su cráneo hundido y la gorra en la mano, escapa una corta distancia pero los guardias no le alcanzan pues cae de cara a un lodazal de barro viejo y muere al instante. Uno de sus compañeros en su escape espantado y enloquecido le pisa la cabeza, y tropieza. Luego se levanta y continúa con su carrera a los suburbios.

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